lunes, agosto 21, 2006

Renunciadora

Titila el cursor al compás del reloj. No tolero verlo contar los espacios que me faltan por completar. Me muerdo una uña con la mirada perdida. Oigo la música cómplice de la presión y huelo la exigencia auto impuesta a través de los tambores latinos de esa canción.

Extraño las sonrisas y las lágrimas que me visitaban como musas. La nada es una liviandad inaceptable. La nulidad caracteriza la falta de estímulo y sólo logra que unamos letras para conformar palabras que enredarán oraciones que derivarán en párrafos macizos y bonitos, pero tal vez, vacíos.

Suenan goteras a los lejos, formando una verdadera orquesta con el resto de los sonidos de este hogar. Pero hoy estas habitaciones no son sinónimo de calidez, sino de un estado insoportable de vacío. Hoy creo en los ángeles, de veras, creo en las hadas, creo en los gnomos sabios. Alguien me dirá algo al oído. Confío en los silencios repentinos que saben de espirales conceptuales y de ideas retorcidas para comenzar a respetar la cascada temática que a veces nos arrolla.

La música ahora cambió. Mutó la tensión de la breve luz que trataba de saciar la necesidad de mis ojos. Continúo a la espera de ese personaje para que me dicte su historia, como una sostenida vibración de regocijo que despierte algo en los demás a través mío.

Nadie aparece en escena. No caben espacios mientras esté centrada en mi nada. Tal vez sea yo el duende transparente y el hada insulsa. Soy la inexorable ejecutadora de estas palabras poco interesantes. Mirar, oír, sentir y percibir, esa es la consigna. La férrea necesidad de una actitud que sobrepase lo propio es la respuesta para ambientar con palabras lo que falta en ésta página.

Nada. Nada aún. Lo lamento. Sólo me propongo reponerme en un futuro, esperemos, cercano. De lo contrario renuncio. Que fea palabra, que horrible significado, que idea limitada. Renuncio ante la carencia de ideas, me desligo de la sutil batalla… Hoy soy sólo eso: una renunciadora empedernida y amigable, pero renunciadora al fin.

viernes, agosto 11, 2006

La cotidianeidad nuestra de cada día


"El arte del remoloneo"

Me cuesta dormirme y me cuesta levantarme. Todo es cuesta arriba. Comienzo a dar vueltas apenas me acuesto, con mis extremidades y con mis neuronas, pero al mismo tiempo, sólo soy capaz de respirar cuando escucho el despertador a la mañana siguiente. En ese instante tan odiado apenas puedo codear a mi compañero obligándolo a apretar la tecla que logra silenciar el insoportable chillido.

En ese preciso momento, daría cualquier cosa por quedarme remoloneando. Durante esos minutos de conciencia tambaleante logro llegar a la conclusión de que cuando vuelva de trabajar, tengo que dormir la siesta. Allí cuando los movimientos son lentos y los segundos son más rápidos que de costumbre, sólo tengo energías para envidiar al gato.

El remoloneo es un arte y la suerte de unos pocos. No sólo de aquellos que no tienen obligaciones y pueden gozar del vagueo en general, sino de aquellos que un domingo a la mañana pueden permanecer envueltos en sus sábanas más tiempo del habitual. No como yo, que cuando tengo la oportunidad de remolonear, no la aprovecho. Siempre hay alguna final de tenis para ver, algún mate para tomar o algún momento matutino para disfrutar en serena soledad.

domingo, agosto 06, 2006

¿Quién desea nominar a nuestro felino recientemente adoptado?

Esto no es un concurso y no hay premios de ningún tipo. Sólo queremos recibir sugerencias.
Les presento a ???

sábado, agosto 05, 2006

Llamado a la solidaridad: se busca nombre


Cartas desteñidas, papeles de caramelos, entradas al cine, al teatro o a los recitales de nuestra adolescencia. Tarjetas arrugadas, recortes amarillentos, cintas deterioradas, dijes, colgantes, anillos, amuletos, hebillas o monedas. Notitas breves de tintas deslucidas. Flores secas de mustios colores. Moños que solían ser despampanantes. Retratos simplemente inolvidables…

Nadie podría comprender la combinación de cosas que se depositan intencionalmente en esos <> personales, en esos tesoros simbólicos que resumen momentos únicos. Amplias sonrisas y resonadas lágrimas plasmadas en una cosa tan trivial como el envoltorio de una golosina. Desprenderse de eso sería negar algo que nos construyó y que es parte indefectible de lo que hoy somos.

Recurrimos a ese rincón por inercia cuando la voz interior nos llama desde los escombros. Rememoramos lo que sea, dándole un sentido a la nostalgia y al recuerdo añorado. Pero nunca nos detenemos en el nombre que merece este refugio individual al cual confiamos partes de nuestro tesoro y que es capaz de resguardar esos hechos fugaces inmortalizados y resumidos en un, aparentemente, llano papelucho avejentado.

Exploremos. El término cofre hace referencia a una especie de caja para guardar cualquier cosa. La palabra baúl, por su parte, significa arca y a su vez es sinónimo de maleta o valija. Nótese que tiene el ingrediente viajero como agregado esencial.

Caja, en cambio, merece mayor consideración por su vasta extensión de usos. Es un recipiente de madera, metal o cartón. Puede ser un mueble donde se guarda dinero. Aquí es necesario hacer un paréntesis para distinguir lo valioso como contenido. De todas formas no deja de ser una pieza, un hueco, un sitio, y muchas otras cosas que oscilan entre las partes de un instrumento musical y las cavidades del oído medio.

Tomemos prestado entonces, un poco de cada cosa. El cofre es aplicable por su connotación universal, mientras que el baúl es interesante por su cualidad migratoria. Pero la caja es totalmente aceptable, ya que posee la capacidad de envolver lo valioso.

Definamos pues, ese espacio de secretos compactos que nos inspiran a través del rito de la visita esporádica y la inminente contemplación de los recuerdos. ¿Caja propia? ¿Cofre íntimo? ¿Baúl recordatorio? ¿Receptáculo personal? Démosle una etiqueta propia. ¿Acaso no lo merece?

miércoles, agosto 02, 2006

Jugando al Ping Pong con el tenista Willy Cañas



EUPHORIA: Un jugador referente en tu infancia

WILLY CAÑAS: Ninguno.

E: Un jugador referente en la actualidad

WC: Ninguno

E: Guillermo Vilas

WC: El mejor tenista argentino

E: David Nalbandian

WC: Un fenómeno, un crack.

E: Guillermo Coria

WC: Otro crack

E: Gastón Gaudio

WC: Un talento

E: Roger Federer

WC: El más grande de toda la historia.

E: La Davis

WC: Un sueño.

E: Un jugador que desees enfrentar en el circuito

WC: Todos.

E : La ATP (Asociación de Tenis Profesional)

WC: Mi trabajo

E: El partido de tu vida

WC: Es difícil, siempre hay varios, más que partidos, diría momentos, como por ejemplo la final de Toronto (venciendo al norteamericano Andy Roddick) o Casablanca (derrotando al español Tommy Robredo).

E: ¿Cómo es la relación que tenés con tu raqueta?

WC: Es mi vida.

E: Un grand slam

WC: Roland Garrós, lo más.

E: Un golpe

WC: El drive.

E: El tenis

WC: Mi pasión

E: Tu objetivo

WC: Disfrutarlo.

E: Septiembre de 2006

WC: Mi revancha…

Willy Cañas busca disfrutar del juego mientras ejerce su pasión de la mano de la raqueta, su vida. Pega cómodo su golpe preferido: el drive. Corre cada pelota como si fuera la última, la definitiva. Puro corazón. Gran ejemplo para los que observan atónitos y esperan ver la repetición de la jugada que desaparece al ritmo de sus rápidas reacciones y finos reflejos. Willy Cañas tiene otra oportunidad. La revancha se acerca y sus ganas se hacen notar con esa euforia disimulada que demuestra frente a los periodistas. Sus gestos y palabras indican que quiere dejar de hablar de lo que pasó y expresarse en donde se siente más cómodo: la cancha.

Odisea sobre ruedas por las calles de Moscú

Respetando mi faceta previsora, repasé detenidamente los nombres de las avenidas principales y entrené mi memoria visual una semana antes de la llegada de mis amigas “las mellizas”, para poder cortar con el cordón paterno dependiente y aventurarme con el Niva por el laberinto moscovita. Sus calles ondulantes, sus ríos viajeros y sus bosques de abedules, sólo pueden compararse con las impresionantes reliquias que podrían poner a prueba la capacidad de asombro de cualquiera.

En Moscú todo es grande. Sus plazas, sus avenidas, sus veredas, sus edificios, su gente, sus árboles, sus aguas, sus trenes, sus proyectos, sus zares, su historia, sus ladrillos, sus inviernos, sus conflictos, su pasado y sus visiones. Interpretar este modo de vida, parecería ser algo lejano, algo radicalmente ajeno a nosotros.

Sin embargo, el ingrediente de una sociedad fuerte, sufrida y genuina, nos acerca más de lo que creemos. Todo lo que sabemos se relaciona directamente con películas como Rocky, con los atentados en manos de terroristas chechenos, con submarinos nucleares, con el comunismo y con el presidente de apellido gracioso que da una imagen demasiado fría para nuestra idiosincrasia latina.

Tal vez por eso, un hecho común y corriente puede convertirse en odisea. Nuestra percepción de las cosas influyó directamente en lo vivido, dándole un matiz de extrema adrenalina. Todo comenzó cuando nos dispusimos a recorrer la ciudad las tres solas a bordo del clásico rodado ruso. La mayoría de los turistas que visitan ese país, viajan de la mano de grandes agencias que contratan tours completos, previendo los servicios más minuciosos. Esto es totalmente comprensible, ya que la barrera idiomática no es un tema menor, sobre todo teniendo en cuenta que el idioma inglés no posee presencia estelar.

Compramos dos mapas, uno en inglés y otro en ruso, pero contrariamente a lo que suponíamos, el mapa en claro y legible cirílico fue más útil a la hora de buscar direcciones. La única que más o menos entendía el idioma era la que trataba de domar el discreto vehículo. Y la verdad es que no me sentía con la coordinación y la habilidad suficientes como para descifrar los tediosos nombres viales y paralelamente, entrenar mis bíceps con semejante volante. Por lo tanto, en un acto desafiante, las mellizas se dispusieron a buscar asociación entre el jeroglífico del papel y los largos enigmas escritos sobre las esquinas de las paredes de los edificios.

Así llegamos a la Tretiakovskaya Galería, a la Plaza Roja, y al novedoso y cálido restaurante Iolky Palky, uno de los tantos establecimientos dedicados a la gastronomía nacional que conforman una cadena en ese país, algo así como la versión rusa del Mc Donald´s, donde en lugar de haber payasos de pelo rojizo y enrulado con una sonrisa forzada en el rostro, hay osos embalsamados que definen el espíritu del lugar. Después de tomar kvac y comer katletis, decidimos continuar con el tour improvisado apropiándonos de una actitud más relajada y superada.

Sedientas de superficialidad occidental, nos vimos tentadas a parar en un parque de diversiones, cegadas por las luces y los juegos. Nos trepamos con el entusiasmo de tres nenas a una rueda que nos sacudió con turbulencia de pies a cabeza y luego de un par de fotos y paseos, encaramos el regreso a Rakitki (versión rusa de un barrio cerrado en las afueras de la gran ciudad museo donde vive mi padre).

La noche ya había desplegado sus mantos oscuros sobre la colorida Moscú. Los nombres de las calles, las señales de tránsito y los puntos de referencia representaban un nudo gigante que dejaba relucir nuestra faceta más torpe. Las risas que intentaban disfrazar nuestros nervios acabaron por apagarse, al igual que las cúpulas doradas que prevalecen en la ciudad con cierta ayuda del sol. Nada aterrador había pasado aun. Las tres nos sentíamos, aparentemente, seguras.

Dicen que todos los caminos conducen a Roma y análogamente, en Moscú, todas las avenidas dan a un anillo gigante que envuelve la gran ciudad. Justamente allí es donde teníamos que llegar. Ese era nuestro objetivo, nuestro target indiscutido, siempre y cuando nuestra intención fuese llegar a la casa, claro. Pero por alguna extraña razón, el mapa indicaba que nos dirigíamos en sentido contrario.

De pronto las callecitas comenzaron a teñirse de negro, los autos entraban a sus respectivas madrigueras y la gente comenzaba a disiparse por las anchas veredas. Hombres y mujeres se hundían por las escaleras para atravesar las lujosas estaciones de subte. Autos, camiones y tranvías se esquivaban unos a otros, entrando y saliendo raudamente de las gigantes rotondas. Desembocamos en una arteria muy pintoresca por cierto, pero definitivamente desacertada. Varios de los puentes que atravesamos, oscurecieron aun más el panorama.

El tiempo pasaba rápido y las bocacalles también, así que en un acto desesperante, giré en “u” cometiendo mi primera y última violación de tránsito (en Moscú, claro está). No habían pasado ni dos segundos y medio cuando una sirena alteró nuestro pulso y nos iluminó inmediatamente las caras. Parecíamos Curly, Larry y Moe en plena escena de pánico. Ahí nomás nos detuvimos y esperamos que uno de los cuatro policías que iban amontonados en el lata móvil se acerque a nosotras.

El joven policía preguntó muy amablemente sobre nuestro destino y exigió una explicación sobre la osada maniobra. Mientras tanto las chicas sacaban sus pasaportes, dni´s, pasajes, facturas, tickets, papelitos de caramelo y/o cualquier otro rectángulo de celulosa que pudiese probar nuestra condición de turistas. Pero nada de eso hizo falta. El muchacho era simpático y nos observaba con acentuada curiosidad. Lucía su uniforme con autoridad sin abusar de su condición, y cuando intentamos encajarle el pilón de documentos se sonrió descartándolos con cierto grado de susto.

Desconozco si las altas horas de la noche le causaban pereza o si creía ciegamente en lo que estábamos diciendo. Debo admitir que con las caras que traíamos seguramente hubiésemos convencido hasta al policía más severo.

Lo saludamos cordialmente sin antes haber oído la explicación de cómo tomar el camino hacia el bendito anillo y nos fuimos sin coimas ni multas. ¡Un verdadero éxito el encuentro con la ley! ¿Quién hubiera dicho que en esos añosos puentes se escondían modernas cámaras?

Llegamos a la casa cerca de las 22hs. agotadas de tanto stress a bordo del Niva, con una cascada de palabras para contarle a mi padre, quien confesó haber estado un tanto preocupado durante nuestra ausencia. Pero debo confesar que fue como ganar una batalla, como atravesar los vericuetos de una odisea y salir invicta. En el fondo creo que las tres buscábamos tener una anécdota que inmortalice nuestra osadía, algún intrépido evento que merezca ser contado. Después de todo, convengamos que no es lo mismo salir a pasear por las calles (relativamente) familiares de cualquier ciudad argentina, que perderse en los recónditos y siempre inesperados pasadizos de Moscú.