Frenamos de golpe y arrancamos casi de inmediato. Cada parada es un cabeceo a esta hora de la mañana. Se sube el papá con su hijita sonriente de peinado fresco y mochilita escolar recién estrenada. Sus ojos demuestran ansiedad colorida y múltiples deseos de apretar el botón que anuncia el descenso del colectivo.
Sube una viejita toda blanca. Cada escalón es un cerro. El chofer espera masticando su impaciencia frente a la inevitable lentitud de la señora que lleva enroscada en su muñeca una cartera deshilachada de flores bordadas.
Suben los obreros en malón, aglomerándose en la parte trasera del transporte, masticando palabras poco claras o emitiendo claridades en voz baja. Entra la chica de auriculares y pelo desprolijo al ritmo inconfundible de su masticar. Es evidente que algo la entretiene y mucho. Un esbozo de sonrisa en su rostro revela su goce por la información que reciben sus oídos. Sus remeras, siempre llamativas y de diversidad temática, aportan información entretenida para mis ojos.
Frente a mi una señora de tacos altos y pollera se maquilla. Envidio su pulso mientras trata de espantar los rastros de sueño de su cara con ayuda del rouge despampanante y el rimel pegajoso que acentúa sus pestañas.
Se baja la viejita con los años que le pesan a cuestas. Lo hace por la puerta de adelante, claro, para que el chofer verifique su descenso y no arranque súbitamente dejándola despatarrada al borde del cordón de la vereda. La nena por fin se da el gusto y pulsa el sagrado botón luego del gesto permisivo de su padre.
Entran dos adolescentes de voz profunda, fuertes risotadas, acné prominente y pantalones XXL. Uno de ellos clava su mirada en la chica de remera vistosa. El disimulo no es su fuerte. La observa cada vez que puede y el movimiento de sus órganos oculares no pasa desapercibido frente a mi curiosidad matutina.
Atravesamos la zona de la plaza y de los edificios aledaños que se lucen con el reflejo que provocan sus fachadas a esta hora.
En la parada siguiente se bajan todos. Sólo quedamos dos. Es habitual que los personajes desaparezcan de manera repentina. Ahora el aire que entra por las ventanas fluye holgadamente y en libertad. La avenida se hace más angosta y sus adoquines añosos sacuden la carrocería del colectivo que anticipa la próxima parada. Me bajo, mejor dicho, nos bajamos. Mis observaciones y yo vamos juntas a todos lados. Ahora avanzamos a pie por las hojas otoñales que se densifican con los días. Nuestros pasos son ruidosos, como los colectivos que se oyen a lo lejos, como ecos del pasado inmediato y del futuro que anuncia el mismo ritual para los días venideros.
3 comentarios:
El colectivo de la vida cotidiana. Sí, pronto identificarás a los habitué, incluso con alguno te cruzarás miradas de complicidad y consuelo mutuo; sufrirás a los molestos y por qué no, te reirás de los clichés de los más divertidos. Es una convivencia, después de todo. Tal vez, como yo había logrado, desarrolles una asombrosa capacidad de dormir en cualquier asiento y despertarte justo en la parada anterior a la que tenés que bajarte. Y si no, podrás sumar cientos de horas de lectura a bordo (si habré estudiado materias enteras arriba del bondi).
Dormitar a bordo del colectivo suena tentador, pero leer sería imposible. Me mareo inmediatamente en todo tipo de transporte. Es una verdadera pena.
Excelente. Me gustó muchísimo, y lograste hacer que imaginara todas y cada una de las descripciones que regalaste. Hasta las sensaciones, algo tan dificil de comunicar.
Muy bueno Euphoria.
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